U2@NYC
Rock n' Roll Doggie Band-aid
Hi all, this below is a short story I wrote... it is in Spanish, since I express myself better in that language so my apologies to all the non-Spanish readers... apart from this one, I have written 4 more, so let me know if you are interested and I will post the others as well. This one is called Semana ("Week"). I had originally posted it in 'Dream Out Loud', but given that it is in Spanish, it may make more sense to put it here.
SEMANA
Lunes
Hoy me levanté perdido. Con una sensación de liviandad extraña. Todo me parecía nuevo y no entendía que era lo que me rodeaba. Miré alrededor y en un principio vi todo brumoso hasta que gradualmente la luz que entraba por la ventana dejó de lastimar mis ojos y me ayudó a ver la habitación. Me encontré fijándome en detalles minúsculos como la herrumbre del barral de la ventana o las hojas mojadas del rosal de la maceta. “Qué increíble la naturaleza”, – pensé – “Con qué poco logra crear tanto…”. Intenté pararme pero no tenía fuerzas. No pude. Quise llamar a alguien que me ayudara y no me salieron las palabras. En mi especie de delirio, traté de esbozar algún razonamiento coherente y me costó. Decidí cerrar los ojos y dormirme, esperando que la tarde me inspirara un poco más.
Me despertó el reflejo del sol en la hojalata de los techos del patio. No era lo suficientemente fuerte como para sobresaltarme, pero algunos rayos llegaron a filtrarse por las rejas de la ventana y hacerme salir de un entresueño del cual quería escaparme. Logré pararme sin mucho esfuerzo, por lo cual me pregunté de nuevo que era aquello que me había pasado en la mañana. Miré alrededor una vez más y salí a caminar.
La gente parecía apurada, sin saber a donde ir. Eran como víctimas de un dictador invisible que los había condenado a caminar de un lado al otro sin rumbo fijo. Decidí seguir a una mujer muy formal que a paso acelerado cruzaba la avenida, como si estuviera tratando de demostrar su ímpetu y autoridad a quien sabe quien. Perdí mi tiempo. A los dos minutos desapareció en la multitud, por lo que decidí ocupar mi atención en el panadero que ponía en la vidriera las facturas de la tarde, justo cuando todos los chicos salen del colegio.
Cuando volví a darme cuenta ya era casi de noche, por lo que caminé más rápido, mientras jugaba a que corría carreras con la gente hacia una meta indefinida. Me vinieron a la cabeza todos los retos, amenazas y aprehensiones que en algún momento me habían hecho acerca de andar por lugares peligrosos de noche. Me reí, desafiante, y aminoré mi paso. Me creí valiente y entré a casa con una sonrisa. Nadie me entendió demasiado, ni creo que yo tampoco.
Intenté jugar con mis ideas y desafiar al sueño. Tampoco pude. Me dormí, creo, demasiado rápido.
Martes
No sé de dónde saqué fuerzas, pero sentí que en esa mañana me iba a llevar el mundo por delante. “Qué buena que está la vida” – me dije, y salí, sin desayunar, a conquistar, con aires de emperador, las calles. Esta vez me aseguré de ganarle a la gente que caminaba a mi lado y hasta llegué a sacarle dos cuadras al más apurado de los ejecutivos. Busqué encontrar motivos para volver a hacer lo mismo, pero me pareció demasiado trivial.
Una mujer rubia me llamó la atención. No sé qué fue ni comprendí muy bien el por qué. Me quedé encandilado por un segundo que pareció durar una eternidad. Cuando quise reaccionar ya se había ido y me arrepentí de haberla dejado pasar, así tan fácil. Pero seguí mi camino y volví a concentrarme en el panadero que acomodaba las facturas en la mediatarde. “Pobre tipo” – pensé – “Todos los días lo mismo… siempre la misma rutina y nada que cambia”. Por un lado me sentí mal por él y por el otro agradecí mi libertad, esa facilidad de aprovechar los días a mi antojo y ser el dueño de mis tiempos.
Subí a un colectivo un poco sin saber por qué, quizás con la idea de ver un poco la ciudad al caer la tarde pero en realidad terminé más concentrado en mi imagen en la ventanilla. Me causó curiosidad ver mi cara entremezclándose con la ciudad y fundiéndose en cada edificio. “Esta ciudad sería tanto mejor si tuviera una parte de mí” – pensé, y no me dí cuenta de lo egoísta que estaba siendo.
Bajé del colectivo en una parada cualquiera y miré la luna. Redonda. Perfecta. Era una de esas noches que a muchos aterrorizan y a otros fascinan. Sin darme cuenta me encontré filosofando alguna incoherencia de la cual después no me pude acordar. Y me empecé a preguntar del porqué de las ideas. Del porqué de los silencios y de los sonidos. Y del porqué de la noche. Y del día. Me di cuenta demasiado rápido de que no iba a llegar a ningún lado con esos pensamientos poco productivos y decidí encerrarme en mi cuarto, ya que, sin darme cuenta, se me había caído la noche encima.
Miércoles
No sé si el día me tomó de sorpresa o qué, pero de repente me sentí responsable. Me pregunté si había estado perdiendo mi tiempo hasta ahora mientras me levantaba, acelerado, de la cama. La libertad que antes tanto me gustaba ahora es como si me pesara y no sabía como sobrellevarla. Tratando de autoconvencerme y de enfrentar el día me dije “delirios de miércoles”. Y me reí al escuchar la expresión, ya que coincidía con el día de la semana.
Miré rápido el diario y la ansiedad me hizo ir apurado a la oficina. Tan apurado estaba que me olvidé los papeles más importantes que tenía que llevar. Nadie se dio cuenta. “Menos mal” – me dije – “yo no sé para que me hago tanta mala sangre si al final a nadie le importa”. Y me dediqué a sobrellevar el día envuelto en ese mundo de tranquilidad ficticia. A fin de cuentas, el trabajo es como el ojo de un huracán. Siempre que uno se quede quieto no va a correr peligro, los problemas aparecen cuando se trata de ser innovador.
El día, entre cosas y cosas, se pasó rápido. Me escapé de mi encierro, tanto físico como psíquico, y salí a dar una vuelta después del almuerzo. Vi al panadero acomodando las facturas y me sonreí una vez más. Pensé en entrar y preguntarle si no estaba aburrido de tanta monotonía. Y tratar de averiguar si era realmente feliz. Si se sentía “realizado”. “Palabra ambiciosa si las hay, realizado” – pensé, y juré acordarme de buscarla en el diccionario esa noche al llegar a casa de manera de tratar de entenderle mejor el sentido. Por supuesto, como con tantas otras cosas, nunca me acordé.
Antes de que cayera la tarde, me llamaron unos amigos. “Bárbaro” – me dije – “necesito olvidarme rápido de este día con cara de nada”. Conté los minutos hasta el final de mi turno y salí casi corriendo hasta un bar de Recoleta. Es curioso. “La gente es como que de noche está de mejor humor” – me permití opinar. “Será porque están contentos porque se les acaba el día?”. “O porque pueden olvidarse de las cosas que hicieron mal?”. Decidí cambiar mi enfoque pesimista y me convencí de que la gente se pone más contenta de noche por las buenas cosas que hicieron en el día. Y caminé feliz perdiéndome entre la multitud que, para mi extrañez, no parecía tan contenta. Como si supieran algo que yo no sabía. O yo sabía algo que ellos no podían figurar.
Saludé a mis amigos y me dediqué, durante las dos horas siguientes, a ser el más fiel seguidor del culto de los gritos y el alcohol.
Jueves
Tanteando el despertador logré apagar ese ruido insufrible que no hacía otra cosa que matar cualquier dulce sonido que quisiera entrar del exterior. Algo era distinto. La cama tenía una textura distinta a la de los días anteriores y no podía terminarme de acomodar. Me di vuelta cuestionado y me di cuenta de que no estaba solo. Un pensamiento de un bar y un exceso de alcohol dio vueltas por mi cabeza, pero no pude asociarlos con mi situación actual. Ni siquiera tenía esa resaca molesta que me afectaba siempre que me pasaba con las copas.
Me paré y me miré en el espejo tratando de ubicarme un poco más. No me ayudó mucho. Es más, ni me concentré en mi imagen sino en una rajadura molesta que el espejo tenía en la esquina derecha. Y después seguí con el marco. Y con la mesa de luz. La ví medio desvencijada y me puse a quejarme de que ya no hacían los muebles como antes. “Antes de qué?” – me preguntaron. Y salí del cuarto en silencio, avergonzado por no saber la respuesta.
En la oficina las cosas no cambiaron demasiado, pero me noté particularmente irritable. Me quejé a mi jefe del ruido de la fotocopiadora cerca de mi escritorio y que no me dejaba concentrar. Mi jefe me dio una explicación basada en principios de calidad, productividad y eficiencia laboral que terminó por convencerme. Salí de su inmensa oficina convencido de que yo era la clave de mi empresa y volví a mi escritorio, en donde traté de llenar cinco planillas tapándome los oídos para no escuchar el ruido de la fotocopiadora.
Salí antes de lo normal a almorzar. Y fui como un autómata a lo del panadero que recién estaba poniendo las facturas en el horno para que a la tarde los chicos las tuvieran listas para la merienda. Me lo quedé mirando más de cerca, a ver si le descubría una cara oculta de desidia y aburrimiento. No la encontré. Seguí explorando con mis ojos mientras, una a una, colocaba cada factura previamente amasada en la plancha enmantecada y las metía en el horno, mirándolas con ojos de relojero. Con la misma seriedad me preguntó si quería algo. Tres. Cuatro veces. O por lo menos eso me dijo una señora que impaciente esperaba su turno. Sorprendido en lo más íntimo de mis pensamientos, saqué dos panes de leche, pagué y me fui.
“Qué curioso” – dije, mientras masticaba el primero de los panes de leche. “No entiendo cómo no se cansa de hacer siempre lo mismo todos los días”. “Y tanta precisión todo el tiempo”. “Asusta”. Y ni siquiera los panes de leche estaban tan buenos como para justificar tanto trabajo. Creo que yo soy más eficiente en mi trabajo que el panadero en el suyo. Y me sentí realizado. O algo así. Porque todavía no había buscado la palabra en el diccionario.
Volví a la oficina y le dí el segundo pan de leche al portero, advirtiéndole que no estaban tan buenos como parecían. Subí a mi escritorio, me puse unos taponcitos de goma que había comprado en la farmacia y me perdí en un laberinto de planillas.
Al final del día, me fui derecho a casa. Saludé a mi mujer, cené y me dormí, pensando en nada.
Viernes
Mientras me afeitaba, miraba las arrugas que se me estaban formando alrededor de los ojos y debatía si me daban un aspecto imponente, como alguien me había dicho alguna vez, o si realmente me estaba volviendo viejo. Ultimamente estaba como acomplejado por eso, como si el paso de los días, los meses y los años me estuviera ganando la batalla de la energía. “Es que hoy es viernes” – me dije. “Y con toda esta semana terrible que tuve es lógico que me sienta medio viejo; seguro que el lunes soy de nuevo el pibe de siempre”. Me tomé un café demasiado caliente al cual me cuidé de ponerle edulcorante, a pesar de las tres medialunas que me comí. Tratando de sentirme saludable, salí.
Tres cuadras después de haber pasado la biblioteca me acordé que tenía que devolver el libro que llevaba hace tiempo en el portafolio, que nunca había leído y que encima estaba vencido en dos meses. Paré, de golpe, en la vereda, sobresaltado por el recuerdo, y sentí como cuatro personas hacían malabarismos para esquivar el inesperado obstáculo que yo les presentaba. “Esas tres cuadras son demasiado preciosas” – pensé. “Y además ya estoy llegando tarde a la oficina. Si no fuera porque ese café estaba demasiado caliente hubiese podido volver…”. Y guardé el libro. Y seguí caminando.
La mañana transcurría, como siempre, sin sobresaltos. Algún pequeño error en la planilla de compras que corregí sin problemas y alguna instrucción especial al chico nuevo que había empezado el lunes. Me llamaron la atención todas las personas nuevas que estaban tomando últimamente en mi sección. Y eran todos más jóvenes que yo. “Qué necesidad tendrán de estar contratando a estos pibes, a los que encima hay que enseñarles todo?”. Y de repente pensé que me iban a despedir. Y me puse nervioso.
Así fue que una mañana como todas terminó en una consecución de preguntas sin respuestas y en el miedo a lo desconocido. Salí casi corriendo de la oficina, sin saludar al portero y descifrando, en la medida que la cruzaba, el misterio de cómo salir de la puerta corrediza. Me senté en un banco de la plaza tratando de aclarar y dispersar mis miedos, pero no pude. Me volví a parar, caminé hasta la panadería, compré un par de cosas que comí en el camino y volví a trabajar.
El resto de la tarde y toda la noche me parecieron eternas.
Sábado
“Por qué habremos elegido el sábado como el principio del final de la semana?” – filosofé, mientras miraba el techo de la habitación. “Por qué no trabajaremos de miércoles a domingo y descansaremos el lunes y el martes?”. Convencido de la inutilidad de mis planteamientos esotéricos tan temprano en la mañana, busqué las pantuflas de lona y bajé a desayunar.
Salí a caminar por el barrio. El día estaba lindo y el sol de la mañana le daba a todo un color un poco más intenso, como si el mundo me estuviera mirando con su otra cara. Además, en los sábados la gente tiene otra mentalidad. Era fácil notárselo en las caras. La desesperación por llegar a no se dónde se había transformado en un andar parsimonioso. Y eran las mismas personas. No es de extrañar, entonces, que a mí me estuviera pasando lo mismo.
Casi sin darme cuenta llegué hasta el centro, y sentí curiosidad por ver cómo se las arreglaba el famoso panadero ahora que no tenía a los chicos del colegio para alimentar. “Cerraría la panadería los fines de semana?” – adiviné, pero recordé a los pocos segundos que muchas veces me había desayunado sus medialunas los sábados. “Qué vida insalubre. Qué trabajo sacrificado” – me dije. “Es como que siempre tiene que estar ahí, en la panadería, aunque no haya clientes que le compren”. Y volví a alegrarme por la vida que yo había elegido. “Y pensar que mamá quería que yo fuese panadero…”.
Intrigado por mis cuestionamientos, aceleré el paso y doblé la esquina que me llevaba a la tan preciada panadería. Noté algo distinto en la cuadra, como si la silueta de los edificios que me era tan familiar ya no dibujara los mismos trazos al reflejarse en la calle. Ni siquiera pude encontrar los dos postes de luz que usábamos de arco de fútbol cuando era chico. “Habrá pasado algo?” – me pregunté. Y busqué enfocar mi vista un poco mejor de manera de asociar mis ojos con el olor a comida que podía diferenciar a lo lejos. Y me sorprendí. La panadería ya no estaba.
En su lugar había uno de esos supermercados que se habían estado expandiendo por toda la ciudad. Habían comprado la panadería y las tres casas de al lado y habían construido uno de esos nuevos “megastores” - o así los llamaban en los anuncios del diario – en donde uno podía comprar cualquier cosa que quisiera. Desde un pan de leche hasta un par de pantuflas. Desde un espejo nuevo hasta una afeitadora. Desde un cuerpo hasta un alma…
Me sentí triste.
Pero no me sentí triste por el panadero y el que haya perdido su negocio. “Quien sabe, quizás recibió un montón de plata por ese local que no vale nada y ahora está retirado en una isla del Caribe, mientras yo tengo que seguirla remando acá”.
En realidad, más que triste me sentí egoísta.
Porque, en realidad, mi preocupación vino primero por el lado de que no iba a tener a nadie sobre quien cuestionarme la esencia de la vida y averiguar si era posible sentirse realizado. Fue como si me sacaran el sostén de mis cuestionamientos y ahora me encontraba sin la causa misma de mis dudas. “A vos te parece?” – ironicé. “Como puede ser que el tipo cierre la panadería, se vaya a la isla esa del Caribe y no me aclare mis dudas?”. Y me fui convenciendo de a poco que el panadero había preferido cerrar la panadería antes de hacer frente a mis preguntas. Entré al megastore y compré unos panes de leche, que habían sido preparados dos semanas antes. Y que tenían más conservante que harina.
Y volví, indignado con el panadero, a casa.
Domingo
Los domingos nunca terminan de ser disfrutables. Por un lado, uno está contento porque tiene el día libre y por el otro se empieza a deprimir rápido porque el lunes se acerca vertiginosamente. A la mañana uno está bien, pero es al principio de la tarde cuando se empiezan a mezclar los pensamientos de alegría y depresión, a punto tal que uno no puede enfocarse en otra cosa.
Impulsado por mi alegría matutina, corté el césped del jardín, rebordée las rosas del cantero de mi mujer y hasta cambié la tierra de algunas macetas, que parecían pedirlo a gritos. Mientras acomodaba la carretilla en el garage, mi vecino, admirado, me gritó por arriba de la cerca – “Se lo ve bien para los años, vecino”.
Aunque en un principio le sonreí y le devolví el cumplido, me quedé pensando en eso de “los años”. “Me lo debe estar diciendo para quedar bien, porque a él se lo ve bastante vital”. O por ahí, como era nuevo en el barrio, seguro me iba a venir a pedir algo a la tarde y quería irse facilitando el terreno. Claro. Era eso. “Me vio con la cortadora de césped de última generación que había comprado en el megastore y me la quiere pedir” – pensé. Y empecé a tratar de pensar en excusas por las cuales no iba a poder prestarle la cortadora de césped esa tarde. Que la hélice está oxidada y la tengo que llevar a arreglar. Que la bolsa está un poco descosida y tengo miedo que se rompa. Que mi mujer piensa cortar el patio de atrás dentro de poco y tenemos que tenerla disponible por alguna urgencia.
Curiosamente, esta vez no me pude convencer con mis argumentos como siempre me pasaba. Había algo que no terminaba de encajar en el rompecabezas que estaba tratando de armar.
Y fui corriendo a mirarme en el espejo.
Y no pude verme, ví a una persona mucho mayor que yo.
Pero tenía que ser yo, me parecía a mí.
Aunque no tenía esa energía y fuerza en la mirada. Esas ganas de tragarme la vida sin masticarla. Esa necesidad de controlar al mundo que me rodeaba. Esa ambición de sentirme realizado y de ser todo lo que no había logrado el panadero.
Es lógico, tenía sesenta años.
Me senté en el borde de la cama, desgastado y apesadumbrado. “Pero cómo sesenta?. Si hasta ayer era un chico que se maravillaba con la herrumbre del barral de la ventana o las hojas mojadas del rosal de la maceta”. Y me dí cuenta que en cada día de la semana se me habían pasado diez años de mi vida.
Y de pronto aprendí que la vida no es cuestionarse los logros del otro, sino que se basa en conseguir los propios logros. Y me arrepentí de no haber podido - o no haber sabido - vivir el domingo como un lunes, el viernes como un martes y el miércoles como un sábado. O como un jueves, porqué no.
Y me dí cuenta de que no me sentía realizado. Y finalmente comprendí el significado de la palabra, a pesar de que nunca la había buscado en el diccionario.
Y me sentí agobiado. Por lo que apagué la luz y me dormí.
SEMANA
Lunes
Hoy me levanté perdido. Con una sensación de liviandad extraña. Todo me parecía nuevo y no entendía que era lo que me rodeaba. Miré alrededor y en un principio vi todo brumoso hasta que gradualmente la luz que entraba por la ventana dejó de lastimar mis ojos y me ayudó a ver la habitación. Me encontré fijándome en detalles minúsculos como la herrumbre del barral de la ventana o las hojas mojadas del rosal de la maceta. “Qué increíble la naturaleza”, – pensé – “Con qué poco logra crear tanto…”. Intenté pararme pero no tenía fuerzas. No pude. Quise llamar a alguien que me ayudara y no me salieron las palabras. En mi especie de delirio, traté de esbozar algún razonamiento coherente y me costó. Decidí cerrar los ojos y dormirme, esperando que la tarde me inspirara un poco más.
Me despertó el reflejo del sol en la hojalata de los techos del patio. No era lo suficientemente fuerte como para sobresaltarme, pero algunos rayos llegaron a filtrarse por las rejas de la ventana y hacerme salir de un entresueño del cual quería escaparme. Logré pararme sin mucho esfuerzo, por lo cual me pregunté de nuevo que era aquello que me había pasado en la mañana. Miré alrededor una vez más y salí a caminar.
La gente parecía apurada, sin saber a donde ir. Eran como víctimas de un dictador invisible que los había condenado a caminar de un lado al otro sin rumbo fijo. Decidí seguir a una mujer muy formal que a paso acelerado cruzaba la avenida, como si estuviera tratando de demostrar su ímpetu y autoridad a quien sabe quien. Perdí mi tiempo. A los dos minutos desapareció en la multitud, por lo que decidí ocupar mi atención en el panadero que ponía en la vidriera las facturas de la tarde, justo cuando todos los chicos salen del colegio.
Cuando volví a darme cuenta ya era casi de noche, por lo que caminé más rápido, mientras jugaba a que corría carreras con la gente hacia una meta indefinida. Me vinieron a la cabeza todos los retos, amenazas y aprehensiones que en algún momento me habían hecho acerca de andar por lugares peligrosos de noche. Me reí, desafiante, y aminoré mi paso. Me creí valiente y entré a casa con una sonrisa. Nadie me entendió demasiado, ni creo que yo tampoco.
Intenté jugar con mis ideas y desafiar al sueño. Tampoco pude. Me dormí, creo, demasiado rápido.
Martes
No sé de dónde saqué fuerzas, pero sentí que en esa mañana me iba a llevar el mundo por delante. “Qué buena que está la vida” – me dije, y salí, sin desayunar, a conquistar, con aires de emperador, las calles. Esta vez me aseguré de ganarle a la gente que caminaba a mi lado y hasta llegué a sacarle dos cuadras al más apurado de los ejecutivos. Busqué encontrar motivos para volver a hacer lo mismo, pero me pareció demasiado trivial.
Una mujer rubia me llamó la atención. No sé qué fue ni comprendí muy bien el por qué. Me quedé encandilado por un segundo que pareció durar una eternidad. Cuando quise reaccionar ya se había ido y me arrepentí de haberla dejado pasar, así tan fácil. Pero seguí mi camino y volví a concentrarme en el panadero que acomodaba las facturas en la mediatarde. “Pobre tipo” – pensé – “Todos los días lo mismo… siempre la misma rutina y nada que cambia”. Por un lado me sentí mal por él y por el otro agradecí mi libertad, esa facilidad de aprovechar los días a mi antojo y ser el dueño de mis tiempos.
Subí a un colectivo un poco sin saber por qué, quizás con la idea de ver un poco la ciudad al caer la tarde pero en realidad terminé más concentrado en mi imagen en la ventanilla. Me causó curiosidad ver mi cara entremezclándose con la ciudad y fundiéndose en cada edificio. “Esta ciudad sería tanto mejor si tuviera una parte de mí” – pensé, y no me dí cuenta de lo egoísta que estaba siendo.
Bajé del colectivo en una parada cualquiera y miré la luna. Redonda. Perfecta. Era una de esas noches que a muchos aterrorizan y a otros fascinan. Sin darme cuenta me encontré filosofando alguna incoherencia de la cual después no me pude acordar. Y me empecé a preguntar del porqué de las ideas. Del porqué de los silencios y de los sonidos. Y del porqué de la noche. Y del día. Me di cuenta demasiado rápido de que no iba a llegar a ningún lado con esos pensamientos poco productivos y decidí encerrarme en mi cuarto, ya que, sin darme cuenta, se me había caído la noche encima.
Miércoles
No sé si el día me tomó de sorpresa o qué, pero de repente me sentí responsable. Me pregunté si había estado perdiendo mi tiempo hasta ahora mientras me levantaba, acelerado, de la cama. La libertad que antes tanto me gustaba ahora es como si me pesara y no sabía como sobrellevarla. Tratando de autoconvencerme y de enfrentar el día me dije “delirios de miércoles”. Y me reí al escuchar la expresión, ya que coincidía con el día de la semana.
Miré rápido el diario y la ansiedad me hizo ir apurado a la oficina. Tan apurado estaba que me olvidé los papeles más importantes que tenía que llevar. Nadie se dio cuenta. “Menos mal” – me dije – “yo no sé para que me hago tanta mala sangre si al final a nadie le importa”. Y me dediqué a sobrellevar el día envuelto en ese mundo de tranquilidad ficticia. A fin de cuentas, el trabajo es como el ojo de un huracán. Siempre que uno se quede quieto no va a correr peligro, los problemas aparecen cuando se trata de ser innovador.
El día, entre cosas y cosas, se pasó rápido. Me escapé de mi encierro, tanto físico como psíquico, y salí a dar una vuelta después del almuerzo. Vi al panadero acomodando las facturas y me sonreí una vez más. Pensé en entrar y preguntarle si no estaba aburrido de tanta monotonía. Y tratar de averiguar si era realmente feliz. Si se sentía “realizado”. “Palabra ambiciosa si las hay, realizado” – pensé, y juré acordarme de buscarla en el diccionario esa noche al llegar a casa de manera de tratar de entenderle mejor el sentido. Por supuesto, como con tantas otras cosas, nunca me acordé.
Antes de que cayera la tarde, me llamaron unos amigos. “Bárbaro” – me dije – “necesito olvidarme rápido de este día con cara de nada”. Conté los minutos hasta el final de mi turno y salí casi corriendo hasta un bar de Recoleta. Es curioso. “La gente es como que de noche está de mejor humor” – me permití opinar. “Será porque están contentos porque se les acaba el día?”. “O porque pueden olvidarse de las cosas que hicieron mal?”. Decidí cambiar mi enfoque pesimista y me convencí de que la gente se pone más contenta de noche por las buenas cosas que hicieron en el día. Y caminé feliz perdiéndome entre la multitud que, para mi extrañez, no parecía tan contenta. Como si supieran algo que yo no sabía. O yo sabía algo que ellos no podían figurar.
Saludé a mis amigos y me dediqué, durante las dos horas siguientes, a ser el más fiel seguidor del culto de los gritos y el alcohol.
Jueves
Tanteando el despertador logré apagar ese ruido insufrible que no hacía otra cosa que matar cualquier dulce sonido que quisiera entrar del exterior. Algo era distinto. La cama tenía una textura distinta a la de los días anteriores y no podía terminarme de acomodar. Me di vuelta cuestionado y me di cuenta de que no estaba solo. Un pensamiento de un bar y un exceso de alcohol dio vueltas por mi cabeza, pero no pude asociarlos con mi situación actual. Ni siquiera tenía esa resaca molesta que me afectaba siempre que me pasaba con las copas.
Me paré y me miré en el espejo tratando de ubicarme un poco más. No me ayudó mucho. Es más, ni me concentré en mi imagen sino en una rajadura molesta que el espejo tenía en la esquina derecha. Y después seguí con el marco. Y con la mesa de luz. La ví medio desvencijada y me puse a quejarme de que ya no hacían los muebles como antes. “Antes de qué?” – me preguntaron. Y salí del cuarto en silencio, avergonzado por no saber la respuesta.
En la oficina las cosas no cambiaron demasiado, pero me noté particularmente irritable. Me quejé a mi jefe del ruido de la fotocopiadora cerca de mi escritorio y que no me dejaba concentrar. Mi jefe me dio una explicación basada en principios de calidad, productividad y eficiencia laboral que terminó por convencerme. Salí de su inmensa oficina convencido de que yo era la clave de mi empresa y volví a mi escritorio, en donde traté de llenar cinco planillas tapándome los oídos para no escuchar el ruido de la fotocopiadora.
Salí antes de lo normal a almorzar. Y fui como un autómata a lo del panadero que recién estaba poniendo las facturas en el horno para que a la tarde los chicos las tuvieran listas para la merienda. Me lo quedé mirando más de cerca, a ver si le descubría una cara oculta de desidia y aburrimiento. No la encontré. Seguí explorando con mis ojos mientras, una a una, colocaba cada factura previamente amasada en la plancha enmantecada y las metía en el horno, mirándolas con ojos de relojero. Con la misma seriedad me preguntó si quería algo. Tres. Cuatro veces. O por lo menos eso me dijo una señora que impaciente esperaba su turno. Sorprendido en lo más íntimo de mis pensamientos, saqué dos panes de leche, pagué y me fui.
“Qué curioso” – dije, mientras masticaba el primero de los panes de leche. “No entiendo cómo no se cansa de hacer siempre lo mismo todos los días”. “Y tanta precisión todo el tiempo”. “Asusta”. Y ni siquiera los panes de leche estaban tan buenos como para justificar tanto trabajo. Creo que yo soy más eficiente en mi trabajo que el panadero en el suyo. Y me sentí realizado. O algo así. Porque todavía no había buscado la palabra en el diccionario.
Volví a la oficina y le dí el segundo pan de leche al portero, advirtiéndole que no estaban tan buenos como parecían. Subí a mi escritorio, me puse unos taponcitos de goma que había comprado en la farmacia y me perdí en un laberinto de planillas.
Al final del día, me fui derecho a casa. Saludé a mi mujer, cené y me dormí, pensando en nada.
Viernes
Mientras me afeitaba, miraba las arrugas que se me estaban formando alrededor de los ojos y debatía si me daban un aspecto imponente, como alguien me había dicho alguna vez, o si realmente me estaba volviendo viejo. Ultimamente estaba como acomplejado por eso, como si el paso de los días, los meses y los años me estuviera ganando la batalla de la energía. “Es que hoy es viernes” – me dije. “Y con toda esta semana terrible que tuve es lógico que me sienta medio viejo; seguro que el lunes soy de nuevo el pibe de siempre”. Me tomé un café demasiado caliente al cual me cuidé de ponerle edulcorante, a pesar de las tres medialunas que me comí. Tratando de sentirme saludable, salí.
Tres cuadras después de haber pasado la biblioteca me acordé que tenía que devolver el libro que llevaba hace tiempo en el portafolio, que nunca había leído y que encima estaba vencido en dos meses. Paré, de golpe, en la vereda, sobresaltado por el recuerdo, y sentí como cuatro personas hacían malabarismos para esquivar el inesperado obstáculo que yo les presentaba. “Esas tres cuadras son demasiado preciosas” – pensé. “Y además ya estoy llegando tarde a la oficina. Si no fuera porque ese café estaba demasiado caliente hubiese podido volver…”. Y guardé el libro. Y seguí caminando.
La mañana transcurría, como siempre, sin sobresaltos. Algún pequeño error en la planilla de compras que corregí sin problemas y alguna instrucción especial al chico nuevo que había empezado el lunes. Me llamaron la atención todas las personas nuevas que estaban tomando últimamente en mi sección. Y eran todos más jóvenes que yo. “Qué necesidad tendrán de estar contratando a estos pibes, a los que encima hay que enseñarles todo?”. Y de repente pensé que me iban a despedir. Y me puse nervioso.
Así fue que una mañana como todas terminó en una consecución de preguntas sin respuestas y en el miedo a lo desconocido. Salí casi corriendo de la oficina, sin saludar al portero y descifrando, en la medida que la cruzaba, el misterio de cómo salir de la puerta corrediza. Me senté en un banco de la plaza tratando de aclarar y dispersar mis miedos, pero no pude. Me volví a parar, caminé hasta la panadería, compré un par de cosas que comí en el camino y volví a trabajar.
El resto de la tarde y toda la noche me parecieron eternas.
Sábado
“Por qué habremos elegido el sábado como el principio del final de la semana?” – filosofé, mientras miraba el techo de la habitación. “Por qué no trabajaremos de miércoles a domingo y descansaremos el lunes y el martes?”. Convencido de la inutilidad de mis planteamientos esotéricos tan temprano en la mañana, busqué las pantuflas de lona y bajé a desayunar.
Salí a caminar por el barrio. El día estaba lindo y el sol de la mañana le daba a todo un color un poco más intenso, como si el mundo me estuviera mirando con su otra cara. Además, en los sábados la gente tiene otra mentalidad. Era fácil notárselo en las caras. La desesperación por llegar a no se dónde se había transformado en un andar parsimonioso. Y eran las mismas personas. No es de extrañar, entonces, que a mí me estuviera pasando lo mismo.
Casi sin darme cuenta llegué hasta el centro, y sentí curiosidad por ver cómo se las arreglaba el famoso panadero ahora que no tenía a los chicos del colegio para alimentar. “Cerraría la panadería los fines de semana?” – adiviné, pero recordé a los pocos segundos que muchas veces me había desayunado sus medialunas los sábados. “Qué vida insalubre. Qué trabajo sacrificado” – me dije. “Es como que siempre tiene que estar ahí, en la panadería, aunque no haya clientes que le compren”. Y volví a alegrarme por la vida que yo había elegido. “Y pensar que mamá quería que yo fuese panadero…”.
Intrigado por mis cuestionamientos, aceleré el paso y doblé la esquina que me llevaba a la tan preciada panadería. Noté algo distinto en la cuadra, como si la silueta de los edificios que me era tan familiar ya no dibujara los mismos trazos al reflejarse en la calle. Ni siquiera pude encontrar los dos postes de luz que usábamos de arco de fútbol cuando era chico. “Habrá pasado algo?” – me pregunté. Y busqué enfocar mi vista un poco mejor de manera de asociar mis ojos con el olor a comida que podía diferenciar a lo lejos. Y me sorprendí. La panadería ya no estaba.
En su lugar había uno de esos supermercados que se habían estado expandiendo por toda la ciudad. Habían comprado la panadería y las tres casas de al lado y habían construido uno de esos nuevos “megastores” - o así los llamaban en los anuncios del diario – en donde uno podía comprar cualquier cosa que quisiera. Desde un pan de leche hasta un par de pantuflas. Desde un espejo nuevo hasta una afeitadora. Desde un cuerpo hasta un alma…
Me sentí triste.
Pero no me sentí triste por el panadero y el que haya perdido su negocio. “Quien sabe, quizás recibió un montón de plata por ese local que no vale nada y ahora está retirado en una isla del Caribe, mientras yo tengo que seguirla remando acá”.
En realidad, más que triste me sentí egoísta.
Porque, en realidad, mi preocupación vino primero por el lado de que no iba a tener a nadie sobre quien cuestionarme la esencia de la vida y averiguar si era posible sentirse realizado. Fue como si me sacaran el sostén de mis cuestionamientos y ahora me encontraba sin la causa misma de mis dudas. “A vos te parece?” – ironicé. “Como puede ser que el tipo cierre la panadería, se vaya a la isla esa del Caribe y no me aclare mis dudas?”. Y me fui convenciendo de a poco que el panadero había preferido cerrar la panadería antes de hacer frente a mis preguntas. Entré al megastore y compré unos panes de leche, que habían sido preparados dos semanas antes. Y que tenían más conservante que harina.
Y volví, indignado con el panadero, a casa.
Domingo
Los domingos nunca terminan de ser disfrutables. Por un lado, uno está contento porque tiene el día libre y por el otro se empieza a deprimir rápido porque el lunes se acerca vertiginosamente. A la mañana uno está bien, pero es al principio de la tarde cuando se empiezan a mezclar los pensamientos de alegría y depresión, a punto tal que uno no puede enfocarse en otra cosa.
Impulsado por mi alegría matutina, corté el césped del jardín, rebordée las rosas del cantero de mi mujer y hasta cambié la tierra de algunas macetas, que parecían pedirlo a gritos. Mientras acomodaba la carretilla en el garage, mi vecino, admirado, me gritó por arriba de la cerca – “Se lo ve bien para los años, vecino”.
Aunque en un principio le sonreí y le devolví el cumplido, me quedé pensando en eso de “los años”. “Me lo debe estar diciendo para quedar bien, porque a él se lo ve bastante vital”. O por ahí, como era nuevo en el barrio, seguro me iba a venir a pedir algo a la tarde y quería irse facilitando el terreno. Claro. Era eso. “Me vio con la cortadora de césped de última generación que había comprado en el megastore y me la quiere pedir” – pensé. Y empecé a tratar de pensar en excusas por las cuales no iba a poder prestarle la cortadora de césped esa tarde. Que la hélice está oxidada y la tengo que llevar a arreglar. Que la bolsa está un poco descosida y tengo miedo que se rompa. Que mi mujer piensa cortar el patio de atrás dentro de poco y tenemos que tenerla disponible por alguna urgencia.
Curiosamente, esta vez no me pude convencer con mis argumentos como siempre me pasaba. Había algo que no terminaba de encajar en el rompecabezas que estaba tratando de armar.
Y fui corriendo a mirarme en el espejo.
Y no pude verme, ví a una persona mucho mayor que yo.
Pero tenía que ser yo, me parecía a mí.
Aunque no tenía esa energía y fuerza en la mirada. Esas ganas de tragarme la vida sin masticarla. Esa necesidad de controlar al mundo que me rodeaba. Esa ambición de sentirme realizado y de ser todo lo que no había logrado el panadero.
Es lógico, tenía sesenta años.
Me senté en el borde de la cama, desgastado y apesadumbrado. “Pero cómo sesenta?. Si hasta ayer era un chico que se maravillaba con la herrumbre del barral de la ventana o las hojas mojadas del rosal de la maceta”. Y me dí cuenta que en cada día de la semana se me habían pasado diez años de mi vida.
Y de pronto aprendí que la vida no es cuestionarse los logros del otro, sino que se basa en conseguir los propios logros. Y me arrepentí de no haber podido - o no haber sabido - vivir el domingo como un lunes, el viernes como un martes y el miércoles como un sábado. O como un jueves, porqué no.
Y me dí cuenta de que no me sentía realizado. Y finalmente comprendí el significado de la palabra, a pesar de que nunca la había buscado en el diccionario.
Y me sentí agobiado. Por lo que apagué la luz y me dormí.